Mis novelas editadas

miércoles, 25 de agosto de 2010

Arreglo familiar V

Al llanto de la madre se unen los gemidos del padre, y el lamento de las viejas que van viniendo en procesión. Y se sienta María donde primero puede, mareada por la noticia que le han ido murmurando al pasar, “pobre Rosario, tan joven”.

Pasa un rato y alguien viene a decir que el médico ha ido a la casa a certificar la defunción de la mujer y que no ha encontrado más que a la difunta. El cura ya hace días que la confesó, por prevención, pero ya se encamina para darle la extremaunción, así que la familia debe irse allí, y preparar las ropas que le servirán de mortaja.

La casa es pequeña, igual que la de los padres, y de suelo terroso, pero menos trabajado. Es María quien rebusca en el armario, y saca el vestido con el que se casó Rosario, que es lo único presentable que tiene. Aún no la ha mirado, y ni se atreve. Sólo tiene tres años más que ella, y mañana estará bajo tierra, entregando su carne al tiempo, que acabará comiéndosela.

Está pálida y delgada. Ahora es por la enfermedad, pero ese hombre que tenía bajo su techo también la estaba consumiendo poco a poco. Ella podía verlo, y leerlo en los ojos de su hermana, que se lo decían a gritos, a pesar de que trataba de esconderlo detrás de falsas sonrisas. Es mejor así, morir y dejar de ser desgraciada. Ojala muera ella también si tropieza con un mal hombre.

Dos mujeres han entrado en el cuarto para decirle que ayudarán a arreglarla cuando se vaya el cura, que ya entra por la puerta.

De pronto ha pasado el medio día. Lo sabe porque una vecina ha traído una olla de caldo y le ofrece una taza bajo comentarios quejumbrosos de que no han comido nada. Cómo iba a comer, si tiene los labios helados desde que besara a la hermana antes de meterla en la caja. María piensa que se le ha muerto la boca después de dar ese beso, pero cómo no darlo… Va llegando más gente conforme empieza a oscurecer. Será una noche larga, ningún velatorio es corto.

Oye los rezos de las mujeres, y escucha el murmullo de los hombres que salen y entran, y salen a la calle a fumar, y vuelven a entrar. No son los mismos nunca, unos llegan, se quedan un rato, y se van, pero vienen otros. Tiene los oídos cansados de “salud para sentirlo”; ya no distingue las palabras, debe ser muy tarde; aunque el sueño no le vence, no puede con su cuerpo.

Las horas se convierten en un transcurrir lento del tiempo, como la lluvia fina, que no cesa, pero que tampoco termina de mojar el suelo. Ahora escucha las voces cada vez más lejanas, y se sobresalta, ha dado una cabezada y se ha despertado con un nuevo pésame. Se avergüenza de haber caído rendida, no sabe cuánto ha pasado así, porque está viendo despuntar un nuevo día, antes estaba oscuro, quizá fue un minuto antes… o una hora…


Gracias por su tiempo

jueves, 5 de agosto de 2010

Arreglo familiar. IV

- ¿Cómo sigue tu hermana Rosario?

- Sigue en cama, mi madre les lleva el avío todos los días. No le baja la fiebre y le duelen todos los huesos.

- ¿Qué le dice el médico?

- Qué le va a decir…

Sigue lavando apesadumbrada, se temen lo peor, pero no lo mencionan, porque tiene su hermana un chiquillo con tres años y una niña con cuatro meses. Ha pillado lo mismo que la otra que se le murió, las malditas fiebres de Malta, que tanto daño hacen a los cuerpos débiles. Reza todas las noches para que la hermana sane y no se queden los niños sin madre, al pobre amparo de ese hombre que detesta a pesar de que no le trata más que de tarde en tarde.

Han seguido llegando mujeres, la que no ha podido antes, va viniendo después. El sol está ya en lo alto cuando María termina con sus trapos. Otra mujer le pregunta por la hermana enferma.

- Luego, cuando llegue el buen tiempo, la lleváis unos días a la sierra, a que se le abran las ganas de comer, y verás como se pone hermosa otra vez, como antes.

Pero lo dicen por animar a María, porque saben que Rosario nunca ha sido muy fuerte, aunque se criaba más hermosa que ella. Las fiebres se llevan a mucha gente, y ya va para muchos días las suyas. Lo saben, lo saben y no lo dicen.

Le cuesta llegar con el barreño cargado de ropa mojada. Se para en el camino un rato y deja que el sol le dé en la cara, pero no puede entretenerse mucho, porque tiene demasiadas cosas por hacer y los días son cada vez más cortos.

Cuando va llegando a casa, se asusta de ver el gentío en la puerta. Primero teme por su padre, pero en seguida la asalta un pensamiento de la hermana que yace en la cama. Escucha los gritos de su madre, y no le cabe duda, son los gritos de una madre, no de una esposa.

Se abre paso entre la gente, se resisten a moverse, porque no reconocen a la hermana de la difunta y creen que es cualquiera que intenta colarse.

Ve a su cuñado, sentado a la mesa inmóvil, con los codos apoyados y las manos en la frente. Ni siquiera gime. Le han sacado de la taberna para darle la noticia; una vecina la ha encontrado en el último suspiro cuando le llevaba unas gachas. El niño estaba jugueteando por la casa y ni se daba cuenta el angelito, la chiquilla no dejaba de berrear, pero es algo que lleva haciendo casi sin descanso desde que la madre cayó enferma. Dicen las viejas que es porque sabe que su madre está mala, pero esta vecina dice que lo que tiene la niña es hambre, desde hace días, porque la leche de la madre no le sirve, y se va a morir si no dejan que ella le dé de la suya, porque también tiene un niño chico, y seguro que tiene para los dos. Así que cuando el padre se ha encaminado a la casa de la suegra para dar la noticia, la vecina se le ha venido detrás con la niña en brazos, enganchada al pecho ya, y chupando como sólo un bebé hambriento es capaz de hacerlo. El otro niño detrás de sus faldas, sin entender nada de lo que pasa.


Gracias por su tiempo.