Mis novelas editadas

jueves, 21 de octubre de 2010

Silencio.

Igual que un grito inacabado, interrumpido, inconcluso, suena el silencio en los desfiladeros de mi mente. Igual que una ausencia infinita, e incierta, que me llena de terror por no saber si acabará al minuto siguiente o me obligará a soportarla otro instante, y el que sigue a ese, y a otro. Como si fuera el tiempo una línea discontinua y desconocida, que me tiene a su merced, sin dejarme ver en qué acabará el momento. Así es el silencio, el que percibo.

Resuena dentro de mí, rebotando en las paredes de mi alma, recorriéndome, y dando fe de que estoy hueca, que nada hay, de manera descarada y burlona. Un sonido infame que se ha ahogado, aunque yo no lo pude escuchar cuando tenía voz, llegué tarde, como siempre.

La insoportable ausencia, de lo que ya no está, de lo que no va a volver. La certeza de que es eterna, sin ser eterna yo misma. Así me desespero, ante el ruido callado del paso de los minutos, las horas, los días… y todo lo demás.

No debiera padecer lo que ningún daño puede hacerme, pero puede, al no hacerlo, al no dejarse ver, al ignorarme. Porque el silencio es el mundo que me ignora, que se apaga ante mis ojos, y me impide salir a la vida, y me hace perder en otra dimensión, la de la no importancia.

Así, el silencio me arroja al absurdo, que es la única realidad: la relevancia de la vida, la irrelevancia de la vida.

¿Quién se ha llevado mi ruido? Era lo único que me ataba al mundo. ¿Qué puedo hacer ahora, sino vagar, que no es caminar, pues no hay rumbo? Es la muerte, lo sé. El silencio es muerte, fin.

La incapacidad de prever cuánto ha de durar es lo que me hace muerta, y no sé si después de yacer en este lecho postrero, desearé levantarme, pues sabiendo ya del silencio, de la ausencia de vida, que a la muerte me lleva, me faltarán las fuerzas para dar pasos, y el miedo me confundirá al doblar cualquier esquina, pues no sabré tras cuál de ellas me espera otra vez…, ese silencio, que ya oigo, porque no oigo.

Debería arrancar ahora mismo este último soplo que me hace hablar, arrancarme el alma, que de nada me sirve, pues muerta estuve, y casi estoy, y no me ha salvado de desesperarme ante el acto repetitivo de la ausencia de ruido.

Quizás… si me dieras tus palabras, aunque resonara en eco desgarrador, me ayudarías a olvidar que nada es. Vendrías a salvarme, sin tú saberlo, y me harías dichosa ese segundo primero, en que te oyera decir. Tal es mi desesperación, tal es la terrible locura de estar en mi cabeza sorda.

sábado, 16 de octubre de 2010

Arreglo familiar. Fin.

Conforme va amaneciendo, va viniendo otra vez gente, sobre todo hombres, antes de irse a la faena. “Pronto acabará”, se dice por dentro.

Y al fin llega la tarde, y se van todos al entierro, ya no hay vuelta atrás, ya queda bajo tierra, ya se la come el tiempo, y se oye la última oración con ella de cuerpo presente. Otra vez el desfile interminable de pésames, en el cementerio.

Al fin, cuando llegan a casa, el cuñado discute, porque no quiere quedarse. Pero se quedan allí los niños, que han pasado el día con la vecina que ahora le da el pecho a la pequeña. María mira al cuñado con más asco que nunca, con la certeza de que ese hombre que deja tirados a sus hijos, no le he llevado ni un vaso de agua a la cama a la mujer que acaba de enterrar.

Esa noche María se mete en la cama rezando por que pasen pronto esos primeros días, y todo se vuelva tranquilo, y sólo quede el dolor, que también se comerá el tiempo poco a poco.

De repente piensa, y ya han pasado semanas, y vuelve a casa del canal, y se encuentra allí a su cuñado sentado. No le gusta la escena, no ha ido por allí desde que enterraran a su hermana, ni para ver a los niños. Sabe que algo malo pasa, o va a pasar, pero sigue a lo suyo.

Cuando va a salir para atender a los animales, le dice su madre que tienen que hablar. La madre no se entretiene dando vueltas y usa las palabras justas que tiene que usar. Que no es bueno que el padre de sus nietos, de sus sobrinos, siga solo. Que los niños necesitan una madre, que son muy chicos para andar de aquí para allá. Llevan toda la mañana hablándolo. Tiembla María, y no sabe por qué. Escucha inmóvil, cada palabra, que le va entrando en la cabeza, son puñales… y no sabe por qué. Sabe que algo se cierne, lo sabe desde que su madre ha dicho “tenemos que hablar”, en esa casa se dicen cosas, pero no se habla, por eso, por eso lo sabe. El yerno tiene que casarse, pero para qué meter en esa casa a una extraña, y buscarle a esos niños una madrastra cualquiera, pudiendo tener una de su misma sangre, que les va a querer como si suyos fueran. Ahora María se ha sentado, porque las piernas le flojean, siente un mareo, y un frío que le recorre el cuerpo. Luego un sofoco que hace que la frente sude, y frío de nuevo. Siente los labios muertos otra vez, como cuando le dio a la hermana el último beso, y piensa que si su madre va a casarla con ese hombre odioso que ya le ha hecho desgraciada a una hija, poco a poco se le irá muriendo el cuerpo entero. Se pregunta en silencio si no se daba cuenta la madre de lo que sufría Rosario, o si es que en realidad no le importa que le desgracie a otra hija. Pero su madre piensa en cosas más mundanas, nada de procesión interna ni de sufrimiento por falta de querencia. La madre piensa en los niños, que no vayan a manos extrañas, y también en el ajuar que entregó a la hija muerta, que no ha de disfrutar una cualquiera con sus manos limpias. No dice a quién se le ha ocurrido la idea, para que ella sepa al menos quién firma la sentencia, son cosas que a la madre, ilusionada con el arreglo, no se le pasan por la cabeza.

Así que se levanta el cuñado, que por la tarde hablará con el cura, para echarles las bendiciones al día siguiente, y se retira la madre al cuarto de María, a prepararle el ato con el ajuar que le viene juntando desde que casó a la última y que nunca le enseña.

Queda María, mirando el fuego del hogar. No tuerce la vista hasta el padre, que la mira con desconsuelo, que nada dice, pero que sabe lo que ella siente. No le mira, y debiera mirarle, para sentirse acompañada en la desgracia de una muerte en vida.

Gracias por su tiempo.

viernes, 15 de octubre de 2010

El hombro de Francis Lorenzo

Ayer me enganché a "Águila roja". Sí, después de no sé cuántas temporadas, y por segunda vez, he visto un capítulo de esa serie. La primera vez ocurrió una madrugada, a las cinco y media o las seis. El desvelo me había vencido y me arrancó finalmente de la cama. Cansada de leer y desleer, me puse la "perpetua", nombre cariñoso con el que califico la tv que tenemos hoy en día. Un amigo mío siempre dice que la vida es justa, a grandes rasgos, así que me cuestiono si tenemos la tv que nos merecemos... a grandes rasgos; yo, desde luego, no creo merecer el azote constante de ya saben qué programas como tampoco merezco la mala cara de un funcionario que no haya desayunado... sí, lo sabrán por los anuncios, fuente infinita de sabiduría.
Así puestos, tuve que elegir: serie que no había visto ni en los trailers, o el abanico infinito de ofertas de los canales de teletienda (a esas horas casi todos son teletiendas). Más por no dejarme vencer por la tentación de comprar a deshoras (Dios me libre), que por el interés que despierta en mí la susodicha serie, dejé Clan, con la reposición de no sé qué capítulo de cualquier temporada de Águila roja.
No cuestiono la fidelidad hacia la historia en el relato de los hechos. Ni las situaciones, ni el vestuario, ni el maquillaje, ni cualquier otro detalle que a mis ojos neófitos pueda pasar de largo. Pero no puedo evitar pensar en el anuncio de Antonio Resines, que criticaba a un niño porque se quejaba de que su padre no iba a verle jugar a fútbol: "qué caracoles ni qué caracoles!" ¿Es posible que en el siglo XVII un niño se quejara de que su padre no pasara tiempo con él? Y alguna que otra cuestión más que me hace preguntarme cada diez minutos mientras la veo, si no estoy viendo alguna película americana para toda la familia.
Les aseguro que me cuestiono una y otra vez si es por el lenguaje que utilizan los personajes al expresarse o son las situaciones en sí... ¡Que alguien me ilumine!
La serie merece todos mis respetos, con la salvedad arriba expresada. No obstante, traigamos de una vez a colación el bendito hombro de Francis Lorenzo, que por algo está en el título. Llámenme frívola, superficial, ignorante, inculta o lo que gusten, pero confieso que fue ese hombro izquierdo, luciendo descarado en su semidesnudez y belleza sin par, cuando yacía en la cama, junto a su joven esposa, lo que captó mi atención y me hizo decidir no perderme más ningún capítulo, guardando la vana esperanza de que al director se le ocurra de nuevo una pose semejante. Qué quieren, a mí también me subyuga la belleza. Seguro que aprendo algo viéndola, en este caso, que el fin justifica los medios.

Gracias por su tiempo.