Igual que un grito inacabado, interrumpido, inconcluso, suena el silencio en los desfiladeros de mi mente. Igual que una ausencia infinita, e incierta, que me llena de terror por no saber si acabará al minuto siguiente o me obligará a soportarla otro instante, y el que sigue a ese, y a otro. Como si fuera el tiempo una línea discontinua y desconocida, que me tiene a su merced, sin dejarme ver en qué acabará el momento. Así es el silencio, el que percibo.
Resuena dentro de mí, rebotando en las paredes de mi alma, recorriéndome, y dando fe de que estoy hueca, que nada hay, de manera descarada y burlona. Un sonido infame que se ha ahogado, aunque yo no lo pude escuchar cuando tenía voz, llegué tarde, como siempre.
La insoportable ausencia, de lo que ya no está, de lo que no va a volver. La certeza de que es eterna, sin ser eterna yo misma. Así me desespero, ante el ruido callado del paso de los minutos, las horas, los días… y todo lo demás.
No debiera padecer lo que ningún daño puede hacerme, pero puede, al no hacerlo, al no dejarse ver, al ignorarme. Porque el silencio es el mundo que me ignora, que se apaga ante mis ojos, y me impide salir a la vida, y me hace perder en otra dimensión, la de la no importancia.
Así, el silencio me arroja al absurdo, que es la única realidad: la relevancia de la vida, la irrelevancia de la vida.
¿Quién se ha llevado mi ruido? Era lo único que me ataba al mundo. ¿Qué puedo hacer ahora, sino vagar, que no es caminar, pues no hay rumbo? Es la muerte, lo sé. El silencio es muerte, fin.
La incapacidad de prever cuánto ha de durar es lo que me hace muerta, y no sé si después de yacer en este lecho postrero, desearé levantarme, pues sabiendo ya del silencio, de la ausencia de vida, que a la muerte me lleva, me faltarán las fuerzas para dar pasos, y el miedo me confundirá al doblar cualquier esquina, pues no sabré tras cuál de ellas me espera otra vez…, ese silencio, que ya oigo, porque no oigo.
Debería arrancar ahora mismo este último soplo que me hace hablar, arrancarme el alma, que de nada me sirve, pues muerta estuve, y casi estoy, y no me ha salvado de desesperarme ante el acto repetitivo de la ausencia de ruido.
Quizás… si me dieras tus palabras, aunque resonara en eco desgarrador, me ayudarías a olvidar que nada es. Vendrías a salvarme, sin tú saberlo, y me harías dichosa ese segundo primero, en que te oyera decir. Tal es mi desesperación, tal es la terrible locura de estar en mi cabeza sorda.