Mis novelas editadas

sábado, 16 de octubre de 2010

Arreglo familiar. Fin.

Conforme va amaneciendo, va viniendo otra vez gente, sobre todo hombres, antes de irse a la faena. “Pronto acabará”, se dice por dentro.

Y al fin llega la tarde, y se van todos al entierro, ya no hay vuelta atrás, ya queda bajo tierra, ya se la come el tiempo, y se oye la última oración con ella de cuerpo presente. Otra vez el desfile interminable de pésames, en el cementerio.

Al fin, cuando llegan a casa, el cuñado discute, porque no quiere quedarse. Pero se quedan allí los niños, que han pasado el día con la vecina que ahora le da el pecho a la pequeña. María mira al cuñado con más asco que nunca, con la certeza de que ese hombre que deja tirados a sus hijos, no le he llevado ni un vaso de agua a la cama a la mujer que acaba de enterrar.

Esa noche María se mete en la cama rezando por que pasen pronto esos primeros días, y todo se vuelva tranquilo, y sólo quede el dolor, que también se comerá el tiempo poco a poco.

De repente piensa, y ya han pasado semanas, y vuelve a casa del canal, y se encuentra allí a su cuñado sentado. No le gusta la escena, no ha ido por allí desde que enterraran a su hermana, ni para ver a los niños. Sabe que algo malo pasa, o va a pasar, pero sigue a lo suyo.

Cuando va a salir para atender a los animales, le dice su madre que tienen que hablar. La madre no se entretiene dando vueltas y usa las palabras justas que tiene que usar. Que no es bueno que el padre de sus nietos, de sus sobrinos, siga solo. Que los niños necesitan una madre, que son muy chicos para andar de aquí para allá. Llevan toda la mañana hablándolo. Tiembla María, y no sabe por qué. Escucha inmóvil, cada palabra, que le va entrando en la cabeza, son puñales… y no sabe por qué. Sabe que algo se cierne, lo sabe desde que su madre ha dicho “tenemos que hablar”, en esa casa se dicen cosas, pero no se habla, por eso, por eso lo sabe. El yerno tiene que casarse, pero para qué meter en esa casa a una extraña, y buscarle a esos niños una madrastra cualquiera, pudiendo tener una de su misma sangre, que les va a querer como si suyos fueran. Ahora María se ha sentado, porque las piernas le flojean, siente un mareo, y un frío que le recorre el cuerpo. Luego un sofoco que hace que la frente sude, y frío de nuevo. Siente los labios muertos otra vez, como cuando le dio a la hermana el último beso, y piensa que si su madre va a casarla con ese hombre odioso que ya le ha hecho desgraciada a una hija, poco a poco se le irá muriendo el cuerpo entero. Se pregunta en silencio si no se daba cuenta la madre de lo que sufría Rosario, o si es que en realidad no le importa que le desgracie a otra hija. Pero su madre piensa en cosas más mundanas, nada de procesión interna ni de sufrimiento por falta de querencia. La madre piensa en los niños, que no vayan a manos extrañas, y también en el ajuar que entregó a la hija muerta, que no ha de disfrutar una cualquiera con sus manos limpias. No dice a quién se le ha ocurrido la idea, para que ella sepa al menos quién firma la sentencia, son cosas que a la madre, ilusionada con el arreglo, no se le pasan por la cabeza.

Así que se levanta el cuñado, que por la tarde hablará con el cura, para echarles las bendiciones al día siguiente, y se retira la madre al cuarto de María, a prepararle el ato con el ajuar que le viene juntando desde que casó a la última y que nunca le enseña.

Queda María, mirando el fuego del hogar. No tuerce la vista hasta el padre, que la mira con desconsuelo, que nada dice, pero que sabe lo que ella siente. No le mira, y debiera mirarle, para sentirse acompañada en la desgracia de una muerte en vida.

Gracias por su tiempo.

1 comentario:

  1. Maravilloso, compañera, como siempre. Está claro que la historia ha terminado, pero uno se queda con hambre, con ganas de saber hacia que roquedal se encaminan todas esas vidas a la deriva.
    Enhorabuena.

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