Mis novelas editadas

domingo, 5 de diciembre de 2010

La caída de los dioses parlantes.

En cierta ocasión, uno de mis personajes dijo algo así como que dejamos de ser niños cuando mueren nuestras madres, algo así, sí. Uno de los personajes de Houellebecq dijo después (después en mi vida): "No creo en esa teoría según la cuál nos convertimos en verdaderos adultos cuando mueren nuestros padres: nadie llega a ser nunca un verdadero adulto." Me sorprendió un pensamiento tan opuesto. Después me di cuenta de que hablábamos de cosas distintas. Yo no uso los conceptos como algo inalcanzable, es decir: creamos los conceptos, ¿por qué elevarlos para convertirnos en simples mortales aquejados de un crónico dolor de cuello de tanto mirar aquello de lo que ayer mismo fuimos creadores? Así... la felicidad es una fugitiva de nuestras intenciones, en el desierto de una vida llena de espejismos. ¿Verdaderos adultos? Eso debe ser una mala percepción de nuestros mayores, esos dioses parlantes que ayer mismo tenían todas nuestras respuestas. En lugar de adaptarnos al cambio de ser nosotros mismos quienes responden a las pequeñas miradas que nos rodean cuando ya hemos alcanzado cierta edad: hijos, sobrinos, jóvenes..., queremos seguir siendo aquellos que hacen las preguntas, que no digo que esté mal, pero esperar siempre una respuesta fuera de nosotros mismos es un caída al vacío.
Tengo un amigo que me ha hecho cambiar ciertos conceptos, el del silencio, por ejemplo, que en mi última entrada fue interpretado como un grito desgarrador, aunque sólo era un fragmento de una pequeña colección de escritos sobre emociones teatralizadas que vagan por el universo de mi pc, y que no han sido borrados porque apenas ocupan espacio en el mundo y me sirven de comodines cuando nada tengo que decir y debo hablar.
No crean que me disculpo por aquellas palabras, es una leve aclaración, agárrela quien quiera. Porque tampoco creo en la manida frase de "esclavo de mis palabras, dueño de mis silencios". Como si a estas alturas de nuestras vidas no hubiéramos cambiado de opinión mil veces, como si rectificar no fuera de "sabios", no digamos ya de ignorantes. Nos gusta estar rodeados de frases que son referencia para la mayoría, esas son nuestras nuevas respuestas cuando jugamos a ser adultos, cuestión que nos gusta cuando se trata de hacer lo que nos viene en gana, pero disgusta cuando se trata de hacer lo que le da la gana a los demás, conceptos muy enlazados, y aclaro: lo que a mí me da la gana siempre significa que otro no hará lo que le dé la gana a él.
Así que espero que sepan disculparme si mañana opino lo contrario, pues no me veo sujeta a esclavitudes en una medida mayor que a la libertad de expresión. Aferrarse a lo que "siempre he creído" es un enemigo claro de la evolución personal, negar el pasado también lo es, cambiar de opinión puede ser el camino que se nos abre después de haber "visto", aunque lamentablemente, a veces lo visto no sea más que un espejismo. De este modo, hay que volver a empezar: rectificar, volver a mirar, escuchar, escoger, hacer la pregunta y buscarla entre quienes puedan saber, porque nuestros nuevos dioses parlantes ya no están necesariamente en consanguinidad cuando alcanzamos cierta edad, simplemente están en una línea de "investigación" que nosotros mismos no hemos contemplado.
Cumplamos sin objeciones nuestro papel de adultos. Verdades aparte, seamos adultos o no, somos los dioses parlantes de esas pequeñas miradas inquietas que buscan las primeras respuestas que nosotros sí tenemos para ellos.

Gracias por su tiempo.

jueves, 21 de octubre de 2010

Silencio.

Igual que un grito inacabado, interrumpido, inconcluso, suena el silencio en los desfiladeros de mi mente. Igual que una ausencia infinita, e incierta, que me llena de terror por no saber si acabará al minuto siguiente o me obligará a soportarla otro instante, y el que sigue a ese, y a otro. Como si fuera el tiempo una línea discontinua y desconocida, que me tiene a su merced, sin dejarme ver en qué acabará el momento. Así es el silencio, el que percibo.

Resuena dentro de mí, rebotando en las paredes de mi alma, recorriéndome, y dando fe de que estoy hueca, que nada hay, de manera descarada y burlona. Un sonido infame que se ha ahogado, aunque yo no lo pude escuchar cuando tenía voz, llegué tarde, como siempre.

La insoportable ausencia, de lo que ya no está, de lo que no va a volver. La certeza de que es eterna, sin ser eterna yo misma. Así me desespero, ante el ruido callado del paso de los minutos, las horas, los días… y todo lo demás.

No debiera padecer lo que ningún daño puede hacerme, pero puede, al no hacerlo, al no dejarse ver, al ignorarme. Porque el silencio es el mundo que me ignora, que se apaga ante mis ojos, y me impide salir a la vida, y me hace perder en otra dimensión, la de la no importancia.

Así, el silencio me arroja al absurdo, que es la única realidad: la relevancia de la vida, la irrelevancia de la vida.

¿Quién se ha llevado mi ruido? Era lo único que me ataba al mundo. ¿Qué puedo hacer ahora, sino vagar, que no es caminar, pues no hay rumbo? Es la muerte, lo sé. El silencio es muerte, fin.

La incapacidad de prever cuánto ha de durar es lo que me hace muerta, y no sé si después de yacer en este lecho postrero, desearé levantarme, pues sabiendo ya del silencio, de la ausencia de vida, que a la muerte me lleva, me faltarán las fuerzas para dar pasos, y el miedo me confundirá al doblar cualquier esquina, pues no sabré tras cuál de ellas me espera otra vez…, ese silencio, que ya oigo, porque no oigo.

Debería arrancar ahora mismo este último soplo que me hace hablar, arrancarme el alma, que de nada me sirve, pues muerta estuve, y casi estoy, y no me ha salvado de desesperarme ante el acto repetitivo de la ausencia de ruido.

Quizás… si me dieras tus palabras, aunque resonara en eco desgarrador, me ayudarías a olvidar que nada es. Vendrías a salvarme, sin tú saberlo, y me harías dichosa ese segundo primero, en que te oyera decir. Tal es mi desesperación, tal es la terrible locura de estar en mi cabeza sorda.

sábado, 16 de octubre de 2010

Arreglo familiar. Fin.

Conforme va amaneciendo, va viniendo otra vez gente, sobre todo hombres, antes de irse a la faena. “Pronto acabará”, se dice por dentro.

Y al fin llega la tarde, y se van todos al entierro, ya no hay vuelta atrás, ya queda bajo tierra, ya se la come el tiempo, y se oye la última oración con ella de cuerpo presente. Otra vez el desfile interminable de pésames, en el cementerio.

Al fin, cuando llegan a casa, el cuñado discute, porque no quiere quedarse. Pero se quedan allí los niños, que han pasado el día con la vecina que ahora le da el pecho a la pequeña. María mira al cuñado con más asco que nunca, con la certeza de que ese hombre que deja tirados a sus hijos, no le he llevado ni un vaso de agua a la cama a la mujer que acaba de enterrar.

Esa noche María se mete en la cama rezando por que pasen pronto esos primeros días, y todo se vuelva tranquilo, y sólo quede el dolor, que también se comerá el tiempo poco a poco.

De repente piensa, y ya han pasado semanas, y vuelve a casa del canal, y se encuentra allí a su cuñado sentado. No le gusta la escena, no ha ido por allí desde que enterraran a su hermana, ni para ver a los niños. Sabe que algo malo pasa, o va a pasar, pero sigue a lo suyo.

Cuando va a salir para atender a los animales, le dice su madre que tienen que hablar. La madre no se entretiene dando vueltas y usa las palabras justas que tiene que usar. Que no es bueno que el padre de sus nietos, de sus sobrinos, siga solo. Que los niños necesitan una madre, que son muy chicos para andar de aquí para allá. Llevan toda la mañana hablándolo. Tiembla María, y no sabe por qué. Escucha inmóvil, cada palabra, que le va entrando en la cabeza, son puñales… y no sabe por qué. Sabe que algo se cierne, lo sabe desde que su madre ha dicho “tenemos que hablar”, en esa casa se dicen cosas, pero no se habla, por eso, por eso lo sabe. El yerno tiene que casarse, pero para qué meter en esa casa a una extraña, y buscarle a esos niños una madrastra cualquiera, pudiendo tener una de su misma sangre, que les va a querer como si suyos fueran. Ahora María se ha sentado, porque las piernas le flojean, siente un mareo, y un frío que le recorre el cuerpo. Luego un sofoco que hace que la frente sude, y frío de nuevo. Siente los labios muertos otra vez, como cuando le dio a la hermana el último beso, y piensa que si su madre va a casarla con ese hombre odioso que ya le ha hecho desgraciada a una hija, poco a poco se le irá muriendo el cuerpo entero. Se pregunta en silencio si no se daba cuenta la madre de lo que sufría Rosario, o si es que en realidad no le importa que le desgracie a otra hija. Pero su madre piensa en cosas más mundanas, nada de procesión interna ni de sufrimiento por falta de querencia. La madre piensa en los niños, que no vayan a manos extrañas, y también en el ajuar que entregó a la hija muerta, que no ha de disfrutar una cualquiera con sus manos limpias. No dice a quién se le ha ocurrido la idea, para que ella sepa al menos quién firma la sentencia, son cosas que a la madre, ilusionada con el arreglo, no se le pasan por la cabeza.

Así que se levanta el cuñado, que por la tarde hablará con el cura, para echarles las bendiciones al día siguiente, y se retira la madre al cuarto de María, a prepararle el ato con el ajuar que le viene juntando desde que casó a la última y que nunca le enseña.

Queda María, mirando el fuego del hogar. No tuerce la vista hasta el padre, que la mira con desconsuelo, que nada dice, pero que sabe lo que ella siente. No le mira, y debiera mirarle, para sentirse acompañada en la desgracia de una muerte en vida.

Gracias por su tiempo.

viernes, 15 de octubre de 2010

El hombro de Francis Lorenzo

Ayer me enganché a "Águila roja". Sí, después de no sé cuántas temporadas, y por segunda vez, he visto un capítulo de esa serie. La primera vez ocurrió una madrugada, a las cinco y media o las seis. El desvelo me había vencido y me arrancó finalmente de la cama. Cansada de leer y desleer, me puse la "perpetua", nombre cariñoso con el que califico la tv que tenemos hoy en día. Un amigo mío siempre dice que la vida es justa, a grandes rasgos, así que me cuestiono si tenemos la tv que nos merecemos... a grandes rasgos; yo, desde luego, no creo merecer el azote constante de ya saben qué programas como tampoco merezco la mala cara de un funcionario que no haya desayunado... sí, lo sabrán por los anuncios, fuente infinita de sabiduría.
Así puestos, tuve que elegir: serie que no había visto ni en los trailers, o el abanico infinito de ofertas de los canales de teletienda (a esas horas casi todos son teletiendas). Más por no dejarme vencer por la tentación de comprar a deshoras (Dios me libre), que por el interés que despierta en mí la susodicha serie, dejé Clan, con la reposición de no sé qué capítulo de cualquier temporada de Águila roja.
No cuestiono la fidelidad hacia la historia en el relato de los hechos. Ni las situaciones, ni el vestuario, ni el maquillaje, ni cualquier otro detalle que a mis ojos neófitos pueda pasar de largo. Pero no puedo evitar pensar en el anuncio de Antonio Resines, que criticaba a un niño porque se quejaba de que su padre no iba a verle jugar a fútbol: "qué caracoles ni qué caracoles!" ¿Es posible que en el siglo XVII un niño se quejara de que su padre no pasara tiempo con él? Y alguna que otra cuestión más que me hace preguntarme cada diez minutos mientras la veo, si no estoy viendo alguna película americana para toda la familia.
Les aseguro que me cuestiono una y otra vez si es por el lenguaje que utilizan los personajes al expresarse o son las situaciones en sí... ¡Que alguien me ilumine!
La serie merece todos mis respetos, con la salvedad arriba expresada. No obstante, traigamos de una vez a colación el bendito hombro de Francis Lorenzo, que por algo está en el título. Llámenme frívola, superficial, ignorante, inculta o lo que gusten, pero confieso que fue ese hombro izquierdo, luciendo descarado en su semidesnudez y belleza sin par, cuando yacía en la cama, junto a su joven esposa, lo que captó mi atención y me hizo decidir no perderme más ningún capítulo, guardando la vana esperanza de que al director se le ocurra de nuevo una pose semejante. Qué quieren, a mí también me subyuga la belleza. Seguro que aprendo algo viéndola, en este caso, que el fin justifica los medios.

Gracias por su tiempo.

miércoles, 25 de agosto de 2010

Arreglo familiar V

Al llanto de la madre se unen los gemidos del padre, y el lamento de las viejas que van viniendo en procesión. Y se sienta María donde primero puede, mareada por la noticia que le han ido murmurando al pasar, “pobre Rosario, tan joven”.

Pasa un rato y alguien viene a decir que el médico ha ido a la casa a certificar la defunción de la mujer y que no ha encontrado más que a la difunta. El cura ya hace días que la confesó, por prevención, pero ya se encamina para darle la extremaunción, así que la familia debe irse allí, y preparar las ropas que le servirán de mortaja.

La casa es pequeña, igual que la de los padres, y de suelo terroso, pero menos trabajado. Es María quien rebusca en el armario, y saca el vestido con el que se casó Rosario, que es lo único presentable que tiene. Aún no la ha mirado, y ni se atreve. Sólo tiene tres años más que ella, y mañana estará bajo tierra, entregando su carne al tiempo, que acabará comiéndosela.

Está pálida y delgada. Ahora es por la enfermedad, pero ese hombre que tenía bajo su techo también la estaba consumiendo poco a poco. Ella podía verlo, y leerlo en los ojos de su hermana, que se lo decían a gritos, a pesar de que trataba de esconderlo detrás de falsas sonrisas. Es mejor así, morir y dejar de ser desgraciada. Ojala muera ella también si tropieza con un mal hombre.

Dos mujeres han entrado en el cuarto para decirle que ayudarán a arreglarla cuando se vaya el cura, que ya entra por la puerta.

De pronto ha pasado el medio día. Lo sabe porque una vecina ha traído una olla de caldo y le ofrece una taza bajo comentarios quejumbrosos de que no han comido nada. Cómo iba a comer, si tiene los labios helados desde que besara a la hermana antes de meterla en la caja. María piensa que se le ha muerto la boca después de dar ese beso, pero cómo no darlo… Va llegando más gente conforme empieza a oscurecer. Será una noche larga, ningún velatorio es corto.

Oye los rezos de las mujeres, y escucha el murmullo de los hombres que salen y entran, y salen a la calle a fumar, y vuelven a entrar. No son los mismos nunca, unos llegan, se quedan un rato, y se van, pero vienen otros. Tiene los oídos cansados de “salud para sentirlo”; ya no distingue las palabras, debe ser muy tarde; aunque el sueño no le vence, no puede con su cuerpo.

Las horas se convierten en un transcurrir lento del tiempo, como la lluvia fina, que no cesa, pero que tampoco termina de mojar el suelo. Ahora escucha las voces cada vez más lejanas, y se sobresalta, ha dado una cabezada y se ha despertado con un nuevo pésame. Se avergüenza de haber caído rendida, no sabe cuánto ha pasado así, porque está viendo despuntar un nuevo día, antes estaba oscuro, quizá fue un minuto antes… o una hora…


Gracias por su tiempo

jueves, 5 de agosto de 2010

Arreglo familiar. IV

- ¿Cómo sigue tu hermana Rosario?

- Sigue en cama, mi madre les lleva el avío todos los días. No le baja la fiebre y le duelen todos los huesos.

- ¿Qué le dice el médico?

- Qué le va a decir…

Sigue lavando apesadumbrada, se temen lo peor, pero no lo mencionan, porque tiene su hermana un chiquillo con tres años y una niña con cuatro meses. Ha pillado lo mismo que la otra que se le murió, las malditas fiebres de Malta, que tanto daño hacen a los cuerpos débiles. Reza todas las noches para que la hermana sane y no se queden los niños sin madre, al pobre amparo de ese hombre que detesta a pesar de que no le trata más que de tarde en tarde.

Han seguido llegando mujeres, la que no ha podido antes, va viniendo después. El sol está ya en lo alto cuando María termina con sus trapos. Otra mujer le pregunta por la hermana enferma.

- Luego, cuando llegue el buen tiempo, la lleváis unos días a la sierra, a que se le abran las ganas de comer, y verás como se pone hermosa otra vez, como antes.

Pero lo dicen por animar a María, porque saben que Rosario nunca ha sido muy fuerte, aunque se criaba más hermosa que ella. Las fiebres se llevan a mucha gente, y ya va para muchos días las suyas. Lo saben, lo saben y no lo dicen.

Le cuesta llegar con el barreño cargado de ropa mojada. Se para en el camino un rato y deja que el sol le dé en la cara, pero no puede entretenerse mucho, porque tiene demasiadas cosas por hacer y los días son cada vez más cortos.

Cuando va llegando a casa, se asusta de ver el gentío en la puerta. Primero teme por su padre, pero en seguida la asalta un pensamiento de la hermana que yace en la cama. Escucha los gritos de su madre, y no le cabe duda, son los gritos de una madre, no de una esposa.

Se abre paso entre la gente, se resisten a moverse, porque no reconocen a la hermana de la difunta y creen que es cualquiera que intenta colarse.

Ve a su cuñado, sentado a la mesa inmóvil, con los codos apoyados y las manos en la frente. Ni siquiera gime. Le han sacado de la taberna para darle la noticia; una vecina la ha encontrado en el último suspiro cuando le llevaba unas gachas. El niño estaba jugueteando por la casa y ni se daba cuenta el angelito, la chiquilla no dejaba de berrear, pero es algo que lleva haciendo casi sin descanso desde que la madre cayó enferma. Dicen las viejas que es porque sabe que su madre está mala, pero esta vecina dice que lo que tiene la niña es hambre, desde hace días, porque la leche de la madre no le sirve, y se va a morir si no dejan que ella le dé de la suya, porque también tiene un niño chico, y seguro que tiene para los dos. Así que cuando el padre se ha encaminado a la casa de la suegra para dar la noticia, la vecina se le ha venido detrás con la niña en brazos, enganchada al pecho ya, y chupando como sólo un bebé hambriento es capaz de hacerlo. El otro niño detrás de sus faldas, sin entender nada de lo que pasa.


Gracias por su tiempo.

lunes, 26 de julio de 2010

Arreglo familiar. III

Al regresar a la casa, el padre ya está sentado al lado de la ventana, es el lugar más adecuado, porque desde allí mismo, verá la puerta, y el campo si la dejan abierta. Si sale el sol y no llueve como ayer, su mujer le llevará afuera, a que lo tome un rato.

Entra María y deja los huevos en la mesa.

- ¿Te los has puesto en los ojos?

- Sí madre.

Vuelve cada una a lo suyo. La madre amasando pan, más tarde se acercará a la parata a coger unas verduras, y a la casa de su hermano Juan, que es quien le lleva la tierra desde que el marido se quedó inútil y le tiene que dar cuentas de cuánto ha gastado en la semilla de los tomates que plantó hace semanas. María coge un enorme hato lleno de sábanas y ropas porque se va al canal a lavar. Se queja por dentro, y se mira las manos, que estarán picadas otra vez cuando venga el baile. Dice su madre que los mozuelos quieren a las muchachas de manos picadas y a las de duros callos, porque no temen al trabajo. Pero le duelen por la noche los dedos, de soportar el agua helada, y la piel le da tantos picotazos que la tienen en vela un rato, hasta que el sueño vence a la molestia.

Le pesa el hato en la espalda, porque es una chica menuda, y casi le tapa medio cuerpo el bulto con las ropas. Su madre también dice que a los mozuelos les gustan menuditas, porque son más llevaderas. A saber qué querrá decir su madre con tanto dicho que lleva y trae para cada cosa de la que ella se queja. Menudita y poco fuerte, lo que pasa es que está hecha al trabajo desde que era niña y a fuerza de acarrear agua y de correr detrás de las cabras, el cuerpo se hace resistente. Coge el barreño de lata con la otra mano y echa a andar.

Tiene las alpargatas mojadas, porque anteayer también fue al canal a lavar, y es raro el día en que no pillan agua mientras trajina. Ayer no hizo sol, así que no pudo ponerlas a secar. Dice su padre que le hará otras de esparto trenzado, en cuanto ella le lleve un manojo del campo y pase el hombre que vende las suelas. Ella las quiere de tela, y se ha pasado noches bordando, pero ahora le da pena gastar esa tela en echársela a los pies.

Llega al canal la primera también, no le duele el sueño, y ninguna de las otras mujeres le da alcance hasta que no pasa bastante rato. Se ha traído unas pastillas de jabón para Juana, que le dio los hilos con los que ha bordado la tela para las alpargatas. Bien caros le van a salir los pies, y eso que no ha contado el precio de las suelas.

Escucha a Juana, que es la segunda en llegar, tiene tres hijos, un marido y a su padre en casa, así que todos los días da un viaje al canal. Está encinta de cinco meses, pero tiene que atender la casa igual. María le da las pastillas de jabón, y la otra se lo agradece, no hay jabón más bueno que el que hace esa chiquilla, así que le ofreció el canje por los hilos con toda intención.


Gracias por su tiempo.