- ¿Es usted Felipe Román?
Felipe, que era él, se restregó los ojos y se ajustó la bata sobre el pijama de felpa. Ante la ausencia de respuesta, el hombre de gris oscuro volvió a preguntar. Exhibía una identificación en la mano, una especie de carnet de identidad.
- ¿Es usted Felipe Román?
- ¿Qué ocurre?
- ¿Es usted…
- Sí, sí, soy yo.
- Debe acompañarme.
- ¿Acompañarle? ¿Sabe qué hora es?
El hombre guardó silencio y repitió su última frase.
- ¿Qué pasa? ¿Por qué debo acompañarle?
- Está usted acusado.
Felipe volvió a restregase los ojos, estaba muy cansado. Había trabajado hasta muy tarde preparando una charla y apenas si sostenía la cabeza sobre los hombros.
- ¿Acusado de qué? Yo no he hecho nada.
- No se precipite en juzgarse.
- Oiga… - e intentó cerrar la puerta, pero el tipo de gris oscuro interpuso un pie.
Otro hombre se dejó ver a un lado del quicio, se había mantenido oculto. El hombre de gris oscuro se abrió paso y entró en la casa. Pasó apenas unos segundos escudriñando todo cuanto veía. Era alto y de mirada terrible y sombría. Tomó asiento y el otro hombre atravesó la puerta y se hizo a un lado, custodiándola, pero no la cerró. La preocupación de Felipe ante la extraña situación comenzaba a pesar. Se sintió más despierto que nunca, aunque no estaba seguro de estarlo a su vida cotidiana.
Gracias por tiempo.
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